Perla Zelmanovich

Perla Zelmanovich abre una brecha en el instante mismo en que otro, en tanto que sujeto, pide resolver los interrogantes en torno a la educación de las nuevas generaciones. La docencia plantea el uso de lenguajes en tiempos en que el clima de época, propone una interrupción a toda comunicación posible. La tecnología parece irrumpir en ese espacio simbólico, desalojado, y la inapetencia del deseo nos enfrenta con una profundización de distancias generacionales, de poder, de conocimientos.
Todo ese significado de la asimetría se quiebra con la accesibilidad indiscutida con que los nuevos medios se nos ofrecen, haciendo del responsable del trabajo en el aula, un creador de filiaciones -de las que Perla Zelmanovich nos habla, y de las que hablaremos enseguida– y supone una nueva forma de permitirle ser a él, el sujeto de alfabetización.
Cuando esa relación básica falta, la prematuración humana se torna indefinida; el desamparo en ese lazo que impide la intemperie para el cachorro humano. El vínculo de un niño “malcriado”, industrializado, arrojado al consumo como un integrante autónomo más del mercado, y vuelto a ser colocado en el ámbito de la naturaleza por un viaje que realiza a la casa de su abuela del campo, es decir, en un entorno desprovisto de alicientes tecnológicos, hace que su prematuración sea puesta otra vez en conflicto. Sang Woo, así se llama el niño, exteriorizará toda la violencia con que ha sido subyugado en la vida urbana, y contra la que se revelará socavadamente, poniendo de manifiesto la ruptura con que una Margaret Mead, recuperada por Zelmanovich, llegó a caracterizar la relación inversa entre socialización/educación, adultez/infancia, dada en una sociedad que ha obnubilado la antigua distribución de roles en el proceso de culturación. Perla Zelmanovich es clara, piensa que determinadas intenciones o deseos subjetivos, deben vaciarse, para ser vertidos en nuevas configuraciones de intersubjetividad; para poder crear vínculos en una escuela, que se caracteriza por estos vaciamientos en estado crítico, no es suficiente la denuncia ni el mero señalamiento, y esta cuestión es la idea prevaleciente de la nuevas posturas en pedagogía. La función docente es hoy el vaso vacío, con el costo que supone deshacerse de prejuicios y preconceptos, que muchas veces sirven sólo para afirmar estados de situación que, paradójicamente, hacen agua. Vaciar el vaso, entre otras cosas, implica la constancia de un “ofrecimiento sostenido”.
Sucede algo maravilloso mientras el adulto se ofrece desprovisto; Sang Woo, por caso, en su película "Camino a Casa" (2002), redescubre la naturaleza, reconoce en la pasividad, el silencio necesario para encontrarse a él mismo, silencio que en su “ambiente natural”, la ciudad, falta, y en cuyo lugar se posicionan los medios masivos, la tecnología, como instrumentos precarizados donde los niños –y no tanto– buscan tramitar el desamparo que les dirigen sus mayores, resolver baches, en lugar de hacerlos un lugar desde el cual pueda reponerse y recuperarse aquello que se ha vaciado.
El adulto se vuelve el “medio” que actúa con todo el amarre de que carecen estos nuevos medios, proveedores de eficacia simbólica, pero insuficiente; el adulto con su sola presencia, hace que se construyan lazos que no pueden establecerse con máquinas, que no “entienden”, no abrazan, no tienen gestos y sí mucho de golpes de efecto.
El vaciamiento sin ofrecimiento sostenido, con desamparo, promueve la ilusión de que los medios “comprenden”, y sirve en gran medida a que la educación sea depositada sobre los hombros de los niños mismos, haciéndolos responsables de sus adultos, y dejándolos supeditados a las patologías con que la incomunicación traduce ese orden subvertido: abulia, hiperquinesis, ADD (los llamados problemas de formalización y un gran etc. incierto), que no deben olvidarse como creaciones de verdaderos frankesteins de la anorexia filiatoria, que en realidad son transformados en slóganes, con los que reacciona la cultura, para poder colonizar la discontinuidad de las relaciones.
La filiación es la responsabilidad adulta ante esta cultura, que aparentemente tiende a la estigmatización y la psicologización, ante lo cual no debe olvidarse cuál es el estado real del malestar. Se trata de una trama socio-cultural determinada por una falta estructural de referencias, que, en casos extremos, llega a aplastar el deseo, si a esto se le suman las segregaciones, elevadas a porción necesaria de mortificación.
Perla Zelmanovich nos propone pensar esta cosas y logra suscitar el debate entre-generaciones.
—En el problema con las nuevas generaciones, la culpa la tiene la televisión –dice una docente.
—¿Cuál es el problema con la televisión? Tengo 18 años –le contesta un joven estudiante de profesorado– No entiendo eso de la “mala influencia”. En mi caso, no uso mucho el chateo, pero puede ser útil si se vive en país alejados.
—Yo, a mis alumnos, los hice escribir un cuento –otra docente retoma el eje problematizado– y nombraban personajes que yo no conocía; recién pude comprender de qué hablaban cuando me dijeron que se trataba de los nombres de unos dibujos animados.
Las nuevas tecnologías –puede ser cierto que sean impulsadas por los más jóvenes– nos abordan a todos con nuevas formas de intercambio y el quiebre generacional hace ver la formulación de nuevos códigos, que interpelan con la novedad el lugar que debería ser jugado siempre por el adulto. Perla Zelmanovich asegura:
—Se trate de sujetos de nueve, dieciocho o cincuenta años, estamos hablando del amparo que por momentos se desarma, de eso y de recuperar filiaciones a como dé lugar.


Sandra Bellino (*)
Alicia De Guzmán
Santiago Meilán

(*) Sandra Bellino es docente formada en Artes Plásticas y maestra de grado, Alicia de Guzmán es psicoterapeuta y Santiago Meilán es docente de nivel primario y secundario.


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