La ponderada recorrida digitada por medio del poder recreativo de Martial, su dueño y supervisor.. No lo mencionan las máquinas que es a principal sección de su dominio ficcional. Cierta vez Raymond Roussel “escribió” una maquina de escribir; entre sus páginas, la caligrafía de doradas virutas de oro.

LOCUS SOLUS, de Raymond Roussel, Interzona, 2003)





Lo que predomina y paradójicamente atenta al mismo tiempo que da continuidad en la experiencia de Locus Solus es el relevo constante, la enumeración impiadosa y constante de las diversas formas posibles y existentes para la reanudación de la escritura. Así y todo, de no ser por esta caprichosa sucesión de interrupciones invariable con que Roussel reconduce una y otra vez la excursión a cargo de Martial Cantarel al interior del parque que rodea la villa de Montmorency, propiedad del sabio maestro, conocida con el nombre de Locus Solus, sería imposible acceder a los destinos particulares de quienes la habitan, e incluso de aquellos a los que una vez muertos y, extraña utilización de la química, mediante la acción de dos catalizantes inyectados al cráneo cadavérico, les es dado —más bien a sus deudos, “con buenos motivos para esperar que el cadaver sobreviviera”— repetir la actividad que en apariencia pudo haberles significado en vida un trabajoso empleo cerebral.
La fragmentación evidente no es lo que distingue a Roussel de otros epítomes menos discutibles del surrealismo al que el autor es usualmente adjuntado, para los cuales[1] la discontinuidad del relato revisita el canon admonitorio de la discontinuidad del relato de la cual el sustrato joyceano de Leopold Bloom hará posible la experiencia de la nómina numerosa de señalizaciones del fenómeno, la temporalidad aleatoria de la continuidad en las grandes conglomeraciones humanas; la ruptura en Roussel es una pesquiza a la atención del observador en la suceptible aplicación desafiante de plantearnos la posibilidad de retornar al eje de una trama, sino a los mojones donde la historia experimentó desvíos. Aquí como en el Parque de Cantarel, retomar la narración es ajustarse al corset de este esquema (al que pertenece como a un género literario pertenece el relato fantástico[2]) que impone sus rutinas e intersecciones propias de la linealidad en Locus Solus que tiene mucho de las postergaciones de Sherezade pero que también nos trae a la fábula del clérigo de Compostela que visita a Don Ileán en Toledo, en el libro de Don Juan Manuel.
Una primera suscitación del espesor espacial de las capacidades se abarca casi por completo en la extensión del primer capítulo, que se consume íntegro con el relev o que lleva Martial Cantarel sobre la hornacina de la entrada al parque. Uno medita, la novela transita esos caminos previsibles de las tramas que, siguiendo de cerca el peligro inmanente en la respuesta dudosa de una máquina peligrosa, que Roussel hace funcionar por sí misma[3], porcionan ahorrativamente el volumen aéreo; aquellas de las que en sus peores desarrollos el desenlace se nos impone por la apetencia más improbable de las interpretaciónes y de la que con suerte uno se despega ratio petitio al evitar convertirse en esa máquina, intentando no explotar
Entonces, interrupción/reanudación, que respecto del tercero de los altorrelieves que habían sido ubicados como basal de la escultura, (que sea dicho de paso, se llama “Federal de semen-contra”), la fascinadora oportunidad descriptiva proporciona en Roussel motivos perfectos para relevar expediciones del “célebre viajero Echenoz”, al corazón de Tumbuctú en el Africa. La exposición pormenoriza los trabajos del teólogo Ibn Batuta[4] en torno a la desapercibida dinastía de la amenorreica reina Dhul-Serul (y sin abstención también se evoca la sucesión monárquica bretona de la casa de Gloanuic a lo largo de 3 generaciones).
La adscripción de la novela de Roussel a la secuencialidad de la visita guiada a lo Dante es explícita y desde el inicio; pero la afinidad del sabio Cantarel hacia formas más demiúrgicas[5] que tratan de personajes que alucinando el juicio, alteran la realidad; incluso atendiendo a las fechas, el histrión llamado Pablo en el Steppen Wolf de Hesse cumple con esta característica suministrándole somníferos a Harry Hallers[6]; Locus Solus entra a la literatura por este vado y se nada tiene que ver con a la asepcia de Virgilio al orientar la atención del poeta florentino, ni la del comerciante Block con la de Joseph K, etc.
El segundo tratamiento de la constitución onírica en la base de las reanudaciones episódicas de la novela, van sedimentando la predilección por describir estados inverosímiles dentro de la variedad minuciosa e imposible que interpone a un arquitecto en toda retórica repleta de ángeles y seres extraordinarios; el goticismo[7] literario develado en el intercambio que en el S. XVIII sostuvieron Horace Walpole y William Beckford respecto de sus respectivos palacios. Walpole, con El Castillo de Otranto agrega el elemento fantástico a la afisión, sin duda oriental y posteriormente renovada entre los ingleses de manera insistentemente particular, sometida al culto indoeuropeo de los jardines, a la que Roussel suscribe Locus Solus logrando además no apartarse sustancialmente de aquel atroz encanto que encarna el descenso al Alcázar del Fuego Subterráneo del Recinto de Eblis en el Vathek de Beckford[8].
Esa arquitectura, que adelanta con hospitalidad un realismo insostenible la ilusión del método compositivo al que Roussel adhiere: partirá de una palabra para iniciar el párrafo para luego finalizar con la misma palabra que significa otra cosa, por ejemplo demoiselle (que es el ejemplo que plantea Marcelo Cohen en una nota del capítulo 2 y cuya traducción no mitiga el absurdo contenido en los metagramas de manera exitosa), que significa la mujer que no se ha casado y el pisón con que se aseguran cada una de las piedras del pavimiento; lo mismo que esprit, la polivalencia de los epónimos no nada de lo que un párrafo comenzado y terminado por esa palabra podría contener. Ideas como esta, así, sueltas, lo acercan más a la locura que al surrealismo.
Rayond Roussel se aparta del realismo más como un tributo a Maupassant que por la dinámica de las vanguardias parisinas y distinto a como Bretón se para frente a Nadja, vestido con harapos y dispuesto a llamar la atención de todos para llevar a cabo un espectáculo en su nombre; presenta dos atracciones más en su parque de diversiones de Martial Cantarel:
Hacia el final, Nöel, un joven echador de suertes le plantea un juego a Faustine, ayudante de una vieja ilusionista; le pide que piense en dos preguntas: 1) “¿tuve de tal persona, como creo, un amor recíproco y sincero?” Y 2) “¿tuve en cierta ocasión, como me temo, el reproche oculto del corazón de tal persona que me quería?”. El juego se resuelve mediante este artilugio: un gallo llamado Mopsus arroja un dado en el que cada cara contiene una forma distinta para el verbo “tener”. La manera precaria en que Nöel resuelve preguntas tan significativas (el nombre del mago nos eleva a una de las mayores ilusiones de la historia) será interrumpido por un nuevo ciclo narrativo del autor, el último de la novela pero cuya reseña no dejará espacio para la quien sabe mayor atracción de la feria de Cantarel.
Michel Foucault parte de la evidencia disrruptiva del estilo de Roussel para trabajar su obra, a la que no otorga más que a título de preciencia el ilusionismo tras el que se diluye la maniobra narrativa. Al final de la excursión se apela a mancias quiroprácticas apresuradamente reveladas o fallidas que en realidad plantean elaboraciones de resolución lógica a título de bálsamo arrebatado al desencanto admonitorio que adelantan los descenlaces de toda quimera.
Foucault reafirma, supongo que por aproximación teórica, la mediación del esquema mecánico para cumplir el recorrido trazado por Martial Cantarel. Y sea como sea, acierta con aquel principio que dicta Berkeley como anunciando la resistencia que se le opondría al relativismo más ortodoxo, la certeza de que si se tratasen de meros espectros aquello a lo que cada sendero de Locus Solus lleva, con el trayecto se querría torcer una linealidad que no admite ningún tour moderadamente ameno: el recorrido no es lineal; lo que marca la existencia de las fantasmagorías en Locus Solus es que tampoco hay retrocesos.


[1] Jean Ferry, por ejemplo, citado por Foucault, para quien lo imponderable es igual a la develación, (Foucault, siglo XXI, 1992, p. 121)
[2] Locus Solus, dentro de su particularidad, responde a las narraciones utópicas (cf. Abraham, Las utopías literarias argentinas en el período de 1850-1950, en: Nautilus 2, p. 4): “La utopía (nombre que proviene del término griego ou tópos (la coincidencia hace que tópos sea en lat. “locus”) que significa no-lugar o lugar inexistente) es un género literario cuyo objetivo es la construcción imaginaria de una sociedad.”
[3] Como un mecanismo autómato. Hacia el final se habla sobre la revaloración foucaultiana de Raymond Roussel.
[4] Interpolación histórica real del explorador del siglo XIV.
[5] En especial en el cap. 3, donde se relata la cosmogonía del diamante de agua-micans, sustancia líquida, en la que sumergidos, les es dado respirar a los humanos. La distinción entre un tourist que recrea, y uno que simplemente describe, no es valorativa y la misma dualidad podría recuperarse en novelas como One, de Richard Bach; el tourist plantea una realidad a la que modifica por su intervención voluntaria o bien, a pedido de su acompañante. En Locus Solus la voluntad del personaje que dirige, no establece ninguan relación debido a su singularidad con formas como las del Mefistófeles del Fausto, por ejemplo, esa adaptación germana de la leyenda cuya etiología J. J. Bajarlía (1964) ya señala en El mágico prodigioso de Calderón una anticipación a la versión de Goethe.
[6] Un caso de alucinación excento de la voluntad de un demiurgo lo encontramos en la novela de Bram Stoker, cuando Harker se recluye en el ala sur de la mansión del Conde-vampiro. lo acercan más al Mefistófeles del Fausto, esa adaptación germana de la leyenda cuya etiología J. J. Bajarlía (1964) ya señala en El mágico prodigioso de Calderón la anticipación de la versión de Goethe,
[7] Por lo que sigue, Locus Solus tampoco se afilia ni a la novela gótica, desde ya, ni al irracionalismo, el cual se analiza en el entorno del primer romanticismo, dudo que E. T. A. Hoffman hubiese soportado esa reducción.
[8] W. Beckford, Vathek, CEAL, 1981, especialmente la respectiva introducción de Jaime Rest.