UN BOTÓN FRANCÉS

Parece un cuento ideado por Alejandro Piscitelli y Víctor Bronstein, uno de esos casos que creaban Dahrendorf y Karl Popper para ilustrar los quiebres de sentido de la mo­dernidad y la sociedad de la información. El mayor fraude de lahistoria financiera fran­cesa se dio a publicidad estos días. Fue algo así.


por Oscar Assent


Primero haría falta hacer un repaso sobre los conocimientos previos necesarios para en­tender los movimientos bursátiles que, un poco a través de la película de Tom Hanks Quisiera ser grande, para ponernos en clima noyorquino, y luego una breve capacita­ción a través de la ‘enseñanza’ de Michael Fox en El secreto de mi éxito –da un poco de vergüenza pero aún recuerdo estas terribles experiencias clase b, muy posiblemente por la andanada impulsada también recientemente desde Hollywood con La leyenda del tesoro perdido, remake de la saga de Indiana Jones– como para comprender un poco la atmósfera que recubre este tipo de noticias.

Un operador de bolsa, milagro de la comodidad especulativa, es un señor que se sienta al borde del salón de operaciones de una bolsa de intercambio de divisas, algo así como un salón de bailes donde lo unico que danza es el dinero. Este señor, munido de un telé­fono, recibe llamados de sus clientes, quienes desde la comodidad del hall ubicado como un super pullman sobre esta pista de baile, monitorea el movimiento de las divi­sas. O peor, es posible que un viejito jubilado también le realice llamados desde el apa­cible living de su rancho ubicado en Ohio, viejito que en vez de estar in situ, observa los movimientos de sus cuentas de bolsa desde la pc en la tranquilidad de su hogar.

El operador, que además de tener un teléfono el cual atiende para tomar pedidos como si se tratara de un delivery de comidas, también cuenta con una pc en la cual registra esos pedidos de compra o venta de títulos o acciones. Por lo general esa pc está conectada con un panel de control, supervisado por las autoridades bursátiles del país en cuestión, en el cual se llevan a cabo los algoritmos sucesivos que una operación desencadena. Esos algoritmos, diseñados, merced del adelanto tecnológico –si la ganancia se comple­jiza, los ladrones también deben hacerlo para ser perdonados por 100– registran como si fuera una Arpac de los negocios, las derivadas necesarias que le permiten al tesoro del país donde esa bolsa se ubica, controlar las probabilidades de movimientos que entre otras cosas impidan que el Banco Central de dicho país, o ciudad o municipio, quiebre por culpa de la ambición desmedida, la cual iría más rápido, si se la dejara en libertad, que cualquier computadora humanamente posible.

Ahora bien. Ese señor que hasta aquí era hipotético, tenía un nombre y apellido tal en la bolsa de París. Se llama Jerôme Kerviel. El joven operador de bolsa, quien sabe si porque se creía dueño de un nuevo poder sensorial o creador de modernísimas tablas de cálculo bursátil, comenzó a crear una –atenti– ‘burbuja’. ¿En qué consistía? Bien, reali­zaba, y ahí su genialidad, que veremos que fue más bien una taradez ingobernable, anticipaba los cálculos que arrojaban los movimientos realizados desde su mesa de ope­raciones. Es decir, si alguien compraba una acción, supongamos, de Molinos (la marca de las galletitas dulces) a 1,80, y luego esa acción subía por esa compra (de acuerdo al cálculo, un compra por mínima que sea hace subir el precio de la acción porque reduce la cantidad de papeles ofertada por dicha empresa), no sólo la gerencia de Molinos impri­mía más acciones para mantener el precio (a veces se busca disminuirlo o aumentarlo para generar ofertas ficticias a la hora de ser necesarias para la gerencia determinadas cantidades de dinero con las cuales se saldan vencimientos de crédito u otros, etc.) sino que también Jerôme comenzaba a ingresar las ventas con el nuevo precio, sostenido en 1,80, más la ganancia que buscaba para su empresa operadora de bolsa, en este caso la Super­vielle Generale. Con dicha ganancia lo que hacía era sostener el precio del Supervielle sin necesidad de que la gerencia emitiera nuevas acciones o corrigiera el precio de acuerdo a los movimientos tanto a favor como en contra de dicha empresa.

Jerôme Kerviel llegó a ganar con este artificio algo así como 1.500 millones de dóla­res para la Supervielle. Pero aquí no termina el asunto. Ni tampoco con el descubri­miento de las prodigiosas cuentas de Jerôme. Movimientos y actitudes como las de Jerôme se dan continuamente en las plazas bursátiles. Muchas veces los accionistas son los que generan estas demostraciones de genialidad por parte de los operadores de bolsa. El asunto siguió hasta tal punto que los cálculos de Kerviel ingresaron, así com una fic­ción, al sistema de la Cámara Nacional de Comercio Francesa.

Fue allí donde se desató lo que Piscitelli y Bronstein llamarían verdaderos sistemas de feedback, por hete aquí que todo el sistema francés, incluso noyorquino y londinense, hasta paulista pudo haber operado cuánto tiempo bajo el régimen de Kerviel, que la ga­nancias de la Supervielle no pudieron desarticularse incluso una vez que el manejo fue descubierto. Los operadores bursátiles estaban obligados a calcular el valor de las ac­ciones de la Supervielle de acuerdo a los presupuestos y proyecciones que Kerviel había especulado para la empresa. De lo contrario, como podría decir RT2 en Star War, el 'no te entiendo, querido' del pobre viejito jubilado de Ohio hubiese desatado una risa que habría hecho perder aún más no sólo a la Supervielle sino a todo el sistema por completo. Fue así que de esos 1500 millones que Jerôme Kerviel había ‘dibujado’, la deuda real del chiste ascendió a 4.900 millones, apenas tres veces lo que hizo quebrar el Wall Street Merchadise Stockhouse de New York en 1930.

Es curioso lo que la tecnología puede hacer incrementar la inteligencia humana, pero también temible si se transforma en un juego inmanejable.


otros materiales:

La vehemencia de Carrió (Perfil)

La vehemencia de Carrió II (Página)

Como sigue lo de la Shell (Clarín)

Otra vuelta de tuerca: intendentes (Página)


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