Jorge Corsi

Haz lo que digo

La reciente denuncia contra Jorge Corsi, director de la Especialización en Violencia Familiar de la Ciudad de Buenos Aires, responsable de una red de prostitución infantil, desató una vez más la discusión en torno a los vacíos en los que la dinámica social actual oculta conductas delictivas. A salvo gracias a la indiferencia, muchas veces el verdugo tiene la apariencia menos previsible.
por Santiago Meilán

Lo escuché a Jorge Corsi una sola y única vez. Allí me pareció que su discurso estaba sesgado por una profunda represión, y que su mirada de adulto responsable no se con­decía con el rol que ocupaba en la especialización en Violencia Familiar de la Facultad de Psicología. Sus opiniones, más allá de atentar contra la diversidad, no obstante, se amparaban en la institucionalización, la cual muchas veces echa mano del esquema­tismo reduccionista. Sin embargo, en su oportunidad le hice saber que sus dichos no me parecían adecuados y sin más abandoné la butaca desde la cual lo escuchaba.
Jorge Corsi, diletante especialista en violencia familiar, asistía a cuanta charla y con­ferencia era convocado, a simple vista era un ser equilibrado, igual al sujeto violento del cual él hablaba. Todavía hoy pueden verse sus intervenciones en medios públicos. Pero algo en sus palabras provocaba una fuerte sensación de extrañamiento. Posiblemente sus opiniones demasiado despojadas respecto de la diferencia entre los sexos, siempre ubi­cados en medio de un esquema de poder, el cual le servía de sustento para practicar en la vida privada esos actos que sus palabras denunciaban.
Corsi asistía desde 1990 a las Convenciones realizadas por la OEA sobre la temática que luego volcaría en su cátedra. En la situación puntual en que aquella vez el año pa­sado lo escuché hablaba de la construcción de la masculinidad como factor de riesgo en la violencia familiar. Seguramente había ingresado ya en el círculo que la jueza María Fontbona de Pombo había cerrado a su alrededor. Particularmente hablaba en términos de ‘normalidad’ y ‘anormalidad’ con un lenguaje fuertemente institucionalizante, para acercarnos a un ejemplo del lenguaje que Corsi utilizaba en su disertación, la cual bien podría haber sido dictada por Lombroso.
En aquella ocasión, Corsi ponía ejemplos por demás infantiles. Decía, entre otras co­sas: “Un niño que juega con una muñeca y juega a que la cuida, a que la cura, nos per­mite, más allá de leer un rol de identificación, elucidar lo que le ocurre, esto se llama empatía.” Corsi llamaba empatía a la comprensión lograda por el adulto cuando ‘veía’ jugar a un niño. Claro que usaba la palabra ‘niño’ y no niña, y esto formaba parte del rechazo que me producían sus palabras. Corsi pintaba un mundo ideal en donde todos gozábamos de empatía, como sujetos y objetos de amor. Eso quería decir cuando decía: “En un mayor o menor nivel de empatía se promueve la construcción de una forma de relacionarse con el resto. El contexto en el que los hombres se van criando, alfabeti­zando culturalmente.”
En aquella oportunidad no pude seguir el hilo de la charla, algo me llevó de regreso a una existencia onírica, de la cual sólo desperté para formular una intervención, que sin dudas pudo haber sonado descortés a quienes escuchaban conmigo, entre ellas la Lic. Lilian Fischer. Simplemente no concebía lo que escuchaba, y sentía cada palabra de Jorge Corsi como un ataque a mi identidad. A la distancia, sin reproches contra los en­cargados del curso en el que Corsi participó esa vez, queda en todos los que alguna vez han podido creer en sus palabras la sensación de haber sido defraudados.
Corsi manejaba un lenguaje deficitario, si tuviera que usar sus palabras. Algo de la ‘contrucción de la masculinidad’ resultaba chocante. De la extensa experiencia analítica que pudiera tener un hijo de clase media porteña, aún el discurso recalcitrante de los grandes ‘soberanos’ castradores no era nada al lado de lo que este ser ocultaba.


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