¿Condenados al éxito?

por Santiago Meilán



En 1933, Raúl Scalabrini Ortiz escribía que la confianza de los argentinos frente a una ili­mitada magnitud material constituía una zona de credulidad fantástica. Ese orgullo mal digerido se debía a que “desde pequeños sabíamos, porque se enseñaba en las escuelas junto con los hechos más notorios de la independencia americana, cuáles eran las cifras mágicas que consignaban nuestra plétora substancial.” Es así que hoy, en lugar de hablar de extensión de ferrocarriles, (¡o existencia de subterráneos como condición de grandeza res­pecto de los restantes países americanos!), la crudeza de los manuales hoy nos habla de desocupación, inmigración y, también, producción agropecuaria. Los primeros dos ele­mentos son los más descorazonadores para los niños argentinos que comparten aulas con alumnos de otras procedencias continentales.
Una paradoja aritmética, similar a la que Zenón de Elea inventara gracias a la pluma de Borges, forma parte de esa infinita progresión que en germen ha sido incorporada sucesi­vamente en la formación de las generaciones más jóvenes. La misma consta en lo siguiente:
-de la suma de los buques que en 1890 ingresaban al puerto de Buenos Aires provenientes de Inglaterra, Francia, España e Italia, las 2 quintas partes pertenecían a la primer bandera y una quinta parte a la segunda. Los restantes arribos correspondían a los grandes buques que en plena crisis europea, transportaban campesinos y desplazados de las naciones septentrionales, las penínsulas española e itálica. El comercio de estas era ínfimo respecto de la predilección por los productos ingleses y fran­ceses. Quiere decir que, del total de 60 barcos ingresados dicho año, 18 llevaban bandera británica y 9, francesa. Es decir: 18/45, eran ingleses, y 9/45 provenían de Francia. Simplificadas las proporciones llegamos a que 9 de cada 15 embarcaciones pertenecían a Francia e Inglaterra. Pero, siguiendo la misma lógica, mientras que 17 buques de aquellos 60 eran españoles e italianos, es decir, mientras 17 de cada 30 buques eran ingle­ses y franceses, menos de la mitad provenían de España e Italia.
El año 1929 marca el punto de inflexión en el sistema comercial riopla­tense. La llegada de buques comerciales del EE. UU. crece significati­vamente y si antes 2 de cada 5 embarcaciones provenían del archipiélago británico, el año 1930 verá aumentar al número de 3 embarcaciones norteamericanas de cada cinco arribos generales. El significado de ese trastorno provocará una huella imborrable en la economía argentina en sólo 3 años posteriores a la gran crisis. Reducidos al menor exponente, naciones como Francia o Inglaterra, intercambiarán con el puerto de Buenos Aires la cantidad de 1 de cada 15 barcos que lleguen a Buenos Aires. La proporción entonces: 9 barcos contra 1 de cada 15, es decir, 45 de cada 75 (36/75) contra 5 de 75 (5/75). Sin embargo, el comercio esta­dounidense respecto de uno y otro momento histórico, determinó un cre­cimiento exponencial tal que si en 1890 9 de cada 15 barcos provenían de las naciones centrales, ahora EE. UU. había avanzado a un ritmo de 17/15.

La pregunta del dilema, consistente en dos alternativas como en toda paradoja, es la si­guiente: en primer lugar una simple suma de números fraccionarios, que, resultado de un lenguaje tan convencional como es el de la aritmética, representa un planteo inmanente totalmente lúdico. Lo relevante es el segundo aspecto. Relacionado con esa ilusión que se­guramente infundió la tarea conquistadora de los primeros habitantes del Río de la Plata, la simple formulación de ese crecimiento exponencial (al que las naciones capitalistas arroja­ron de lleno los fundamentos de conceptos tales como la nacionalidad, el estado, la econo­mía) bastaría para despojar de lo inefable el verdadero término de la discusión. No obstante, por esa inmanencia característica de la matemática, lo verdaderamente importante es mate­ria de amplias y complejas discusiones. Inútiles, sin temor a defender una visión pesimista, en tanto constituye la esencia de la pragmática más elemental. Se trata del intercambio que se defiende desde no hace mucho, en nombre esos ‘conceptos’ humanizados y naturaliza­dos al punto tal de no poder distinguir, ni siquiera poder incluso explicar distinción alguna.
Las fórmulas serían, y ya no importa si se trata de barcos, ni tampoco la cantidad, las si­guientes:

si:

1/5 + 8/15 = 3 + 8/15 = 11/15

y suponemos ahora la base en 75, también múltiplo de 5, obtenemos:

45/75 + 40/75 = 85/75

¿por qué 11/15 no expresa en ningún caso 85/75?

La explicación tiene incumbencia en la traducción. Existe una obra de gran importancia en el medio anglo-americano, se trata de la novela de William Golding, El señor de las mos­cas. Existen de dicha obra al menos dos traducciones al español, una de procedencia ibérica y la otra mexicana. Se trata de un libro que a partir de su éxito entre los estudiantes de lite­ratura de las universidades de Estados Unidos, promovió lo que se llama actualmente el index apeal, una versión menos procaz que la exhuberancia que rodeó la cultura norteame­ricana con posterioridad a la segunda guerra. Quien observe en su trama, a la distancia del momento de su creación, que esta trata de un grupo íntegramente formado de de niños, que caen desafortunadamente en una isla tras un accidente aéreo, entenderá el complejo sistema del indexa peal, a pesar de que la mística del relato de Golding sea más profundo y razo­nado de lo que hoy entendemos por el término convivencia.
Imagino que la tarea de traducción habrá significado un eje relevante en la poética de Bor­ges, al punto tal que le habría llevado a escribir “Las kenningar” respecto de una afición tardía que había encontrado en el estudio del anglo-sajón. Sin embargo, cualquier tarea de traducción guarda una fuerte relación con lo que implica traducir fuentes comerciales o literarias, y es el aspecto de movilidad del lenguaje. Como aquel que se traslada en una canoa, que percibe que se mueve, en realidad y a diferencia de la naturaleza, en el lenguaje no hay punto fijo, uno modifica la lengua y la lengua produce cambios en quien la emplea.
Puntualmente en la traducción mexicana, entre los muchos errores de traducción que plan­tea, llama la atención el siguiente: “Ralph, a quien veían como una forma oscura y encor­vada frente a la laguna…” El verbo ‘ver’, literalmente tomado, constituye una figura que en el caso particular de las consideraciones que despierta en el agente de la acción, constituye un verbo más relacionado con el eje de la moral que respecto del eje sensorial.
La percepción que nos deja un texto mal traducido es similar a las traducciones que Borges intentaba sobre el anglo-sajón, el cual no admitía un uso metafórico del lenguaje porque sus términos estaban constituidos por aglutinación: camino+agua=mar, casa+aliento=pecho, etc. Sin dudas la traducción más ajustada, para el caso anterior, habría sido: “Ralph, a quien tomaban por una forma oscura y encorvada…”, la cual guardaría más relación con el sen­tido planteado por Golding, bajo el ‘encanto’ que la lengua natural provoca en el hablante, haciendo olvidar la ambivalencia intrínseca entre literalidad y metáfora; ocultando la poca claridad natural de las palabras, o al menos, economizando con un uso establecido la falta total de redundancia que supone una frase simple a traducir.





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