28 de abril. 15:30hs. Teatro Tornavía. UNSAM

A decir por viajeros, París, y contra lo que pudiera pensarse, es una ciudad ordenada. La noche parisina es poco interesante. Y a diferencia de otras ciudades con poca vida nocturna, París carece además de movimiento popular durante la noche. Sólo algunos empleados dedicados al negocio del turismo, la actividad urbana se renueva cada mañana y culmina con la caída del sol. Por ello a veces causa extrañeza cuando se habla de la cultura francesa como cultura de vanguardias. En nuestro medio el mito del europeísmo llega a tener alcances que el aquel medio no logra satisfacer. Sin embargo el caso de Artaud será una contradicción más que una excepción.

Si pensamos en Artaud y su tiempo, veremos que aquellos que el autor tiene en mente cuando habla del teatro de actualidad refiere sin duda a la ópera cómica que por aquel entonces comenzaba a ser resignificada por los nuevos movimientos poéticos. Cuando Artaud hace referencia al teatro del texto, piensa en experiencias muy anteriores al teatro de la acción, que recientemente empezaba a expandirse fuera de Rusia, piensa más bien en el teatro clásico como el de Racine, y Shakespeare. Por eso el autor de El teatro y su doble habla en contra del teatro en donde el mayor efecto viene dado por la preponderancia de una disciplina artística sobre todas las demás que deberían constituir un espectáculo, en especial la literatura y la puesta en escena entendida como lo que hoy se denomina como regie.

Si tuviésemos que realizar un corte en el año 1936, fecha en la que Artaud escribe su libro mayor, encontraríamos en el medio local rioplatense un fuerte resurgimiento del sainete, que aquí se da posteriormente a 1880, este vez con marcado “contenido social”. A esto Artaud bien lo hubiese llamado teatro psicológico; teatro creado con la sola intención de conmover y alejado completamente de un sentido espiritual con el amplio sentido que él le daba.

Entonces, este extenso movimiento que luego se reconocerá como origen del populismo posterior, se releva en las creaciones teatrales sobresalientes que entonces comenzaban a fundar el mito de la calle Corrientes: Florencio Sánchez, Gregorio de Laferrere. Sólo algunas compañías dedicaban parte menor de su repertorio a temas históricos como los llevados a cabo el siglo anterior, época de verdadero surgimiento del teatro rioplatense; puntualmente temas clásicos como Juan Moreira y el Gaucho Martín Fierro, temas que arraigaban en el sentimiento más íntimos de estas nuevas muchedumbres del siglo XX, y que en términos generales constituían para Artaud la vertiente principal del teatro tal como él lo concebía.

Estamos entonces en un contexto de reasignación estratégico de las muchedumbres. En opinión del mismo Artaud, a este movimiento sólo le basta con asimilar la profunda crueldad que el sistema impone.

Las dos grandes posibilidades que en aquel entonces podían servir a la revuelta, España y México, imponen desafortunadamente dos realidades distintas y aíslan todavía el errático desarrollo de un teatro local. La primera dedicada a realizar un cierre de la etapa signada por la decadencia de un sistema político a nivel continental, en un rol subalterno producto del proceso de restauración decimonónico, agravado por la repartición desigual de intereses tras la unificación de territorios anteriormente propios por derecho. La otra, sumida en una revolución con fuerte incidencia de movimientos aborígenes, fuertemente anclada en materiales precoloniales, es cierto, pero alejados del imaginario que la Pampa había determinado para el caso del Río de la Plata. El exotismo que la conquista de América podría despertar en el ambiente francés, perdía significado en una metrópoli fuertemente europeizada, ávida de lo mejor, o peor según quien lo viera, del imaginario europeo. Por ello, en estas orillas depararía una suerte dispar a una perspectiva como la de Artaud. El mito de la liberación no había sido vivida como un encuentro entre civilizaciones sino como un hecho fortuito del desarrollo político-económico de un Estado.

Sin embargo Artaud constituye un aporte tan integral que en la versión final de El teatro y su doble de 1938, incluye una crítica al humorismo cinematográfico hollywoodense; habiendo sido considerado más cercano por nuestros “próceres” el mito de los colonos norteamericanos, esta crítica al humor nos ubica proféticamente frente al hecho revolucionario como una posibilidad contemplada por Artaud respecto de una relectura necesaria sobre lo dado. Dice: “es una pena que los estadounidenses consideren que lo que hacen es humor tal como debería entenderse el trabajo de los Hermanos Marx, cuando en realidad en ese humor tan legitimado se encuentran los elementos más esenciales de la rebelión.” Allí Artaud se dedica a enumerar los hallazgos de ese nuevo humor, nacido involuntariamente del teatro, justificando así este arte como el que brinda siempre los rudimentos para la rebelión del espíritu.

Como sucedía con la picaresca contenida en el sainete, aplacada luego con esa función emotiva que Artaud aborrecía, el momento de Artaud se dará cuando ese populismo comience a transitar un camino crítico de su constitución como fenómeno masivo. De ahí que el aporte de Artaud sea retomado, luego de su desaparición, como un hecho profético. Será entonces cuando ese contenido social aplacado en la emoción, junto a la resignificación de los mitos telúricos y originarios, luego de la segunda mitad del siglo XX, hagan del teatro de vanguardia una constante al punto de crear nuevos públicos ávidos de lecturas como la que aquí presentamos, que por otra parte Artaud ponía de manifiesto en sus creaciones.

Es así como el teatro de Artaud pasa de una recepción en pequeños círculos hacia una legitimidad que hoy él mismo regiría, pero que por su legado, superan el mito francés y lo transforman en una manifestación universal de la llama viva del teatro que sus textos alientan.



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