(La Risa),
Verbigracia, 2013
del Prefacio
Mal de la naturaleza o debilidad de la
voluntad, los defectos representan una chuequera para el espíritu. Ciertas
formas defectuosas se aferran a lo fecundo que tiene el alma con obstinación
profunda. A ello nos referimos cuando hablamos de desatino trágico. Pero los
defectos que nos resultan cómicos, al contrario, son los que nos hacen ver lo
que nos une a todos como en un cuadro. Nos comunican con lo difícil más que con
nuestra torpeza. Liberándonos de sus complicaciones, todo nos es más simple.
Allí parece residir, -como lo habremos de mostrar en detalle en la última parte
de este estudio,- la diferencia entre la comedia y el drama. Un drama, aunque
nos pinte las pasiones y los defectos que hay tras un nombre, los incorpora a
un personaje del cual olvidamos como se llama, puesto que resaltan sus
caracteres generales por los cuales no pensamos en todo lo demás, y sólo nos
atañe la persona que los absorbe; es por ello que un drama no puede más que
llevar por título un nombre propio. Al contrario, las comedias siempre llevan
un nombre común: El Avaro, El Jugador, etc. Si se pudiera
imaginar una obra que se llamara El Carnudo, por ejemplo, se verá que
nos viene a la mente Sganarelle, o George Dandin, pero nunca Otelo:
El Cornudo, no puede más que ser título de comedia. Esto es porque el
defecto ama unirse tan íntimamente a los personajes, que no conserva su
existencia independiente y simple; así los personajes principales y secundarios
se mantienen en escena en torno del personaje central. Es él quien los
arrodilla a sus pies y los hace rodar por la pendiente. Usará de ellos como un
instrumento y los manipulará como títeres. Y mucha atención: se verá que el
arte del poeta cómico es hacernos conocer bien el defecto, ingresarnos a él,
hacérnoslo sentir tan íntimamente como sea necesario para hacernos sentir hijos
de la marioneta con la que se divierte; ya nos tocará nuestro turno; parte de
nuestra diversión pasa por ahí. Así y todo, es una especie de automatismo el
que nos hace reír. Y se trata de un automatismo muy vecino a la simple
distracción. Bastará para convencerse, recordar que un personaje es
generalmente cómico en la medida en que ignora esto. Este personaje es inconciente.
A la inversa del anillo de Gyges, se vuelve invisible a sí mismo para ponerse a
la vista de todo el mundo. Un personaje trágico no cambiará por lo que nosotros
juzguemos; podrá perseverar, aun con plena conciencia de lo que es, el
sentimiento de horror que nos inspira. En tanto los defectos ridículos, si lo
hacen sentir ridículo, buscará modificarlos, al menos exteriormente. Si
Harpagón nos viera reírnos de su avaricia, no digo que se corregiría, pero
disimularía o se mostraría distinto. Es en este sentido que se dice que la risa
“corrige los malos hábitos”. Nos esforzamos por parecer eso que deberíamos ser,
y que un día terminaremos verdaderamente siendo.
Pero sería inútil llevar más lejos por el
momento este análisis. Del transeúnte que tropieza al inocentón que se burla,
de la burla a la distracción, de la distracción a la exaltación, de la exaltación
a las diversas deformaciones de la voluntad y del carácter, venimos de seguir
el proceso por el cual lo cómico arraiga más y más profundamente en la persona,
sin dejar en tanto de remitirnos, en sus manifestaciones más sutiles, a algo de
lo que percibimos en sus formas más generales, un efecto de automatismo y
rigidez. Mientras tanto podemos obtener una primera aproximación, es cierto, y
también borrosa y confusa, del aspecto gracioso de la naturaleza humana y sobre
la función simple del reír.
Email me