Intuitivamente, Constantin Stanilavsky,
retrasaba todo lo posible la llegada del actor al texto concluso. Según
precedió al surrealismo y demás escuelas posteriores, él creía que el actor
debía incorporar el texto al mismo tiempo que el aspecto físico y espiritual
del personaje, todo ello teniendo en cuenta la realidad física y emocional de
la vida del actor, de lo contrario: “las palabras perderían su sentido
dinámico, activo, tornándose un ejercicio mecánico, consistente en repetir
sonidos aprendidos.”
Como se sabe, el sistema aplicaba a lograr
objetivos, de la obra como propios de cada personaje; todo el tiempo el actor
debía preguntarse de dónde venía y hacia donde se dirigía, para poder
determinar el matiz de las acciones y entonaciones que debía conseguir. El
texto no representaba más que bellas palabras del autor, su belleza en realidad
consistía en lograr la realización de un objetivo fundamental y no la mera
conversación vacía entre las figuras.
Constantin solía decirle a sus actores: “no
intentéis consultar el texto del libro hasta que yo lo permita. Dejad que el
hábito afirme bien el subtexto que se haya formado en la línea del personaje.”
El hábito, desplegado durante los ensayos, servía para que los actores, mediante
perpetuos intentos, lograran encontrar las mejores palabras que les permitieran
realizar sus objetivos.
De la teoría de los objetivos deriva el de
la intenciones: la permanente pregunta acerca del porqué del personaje en
situación.
Toda esa larga espera que significaba el
ensayo, estaba dirigida a la vez a impedir que estas acciones e intenciones se
aprendieran como una partitura, puesto que era un medio eficaz para evitar la
memorización. Con una serie de hipotetizaciones se arribaba a un subtexto,
siempre inestable, siempre accesorio, pero que significaba un rodeo a la
incorporación del papel.
Si ese subtexto pudiese surgir del texto en
sí, si un libreto fuera lo suficientemente claro, una misma obra debía
exponerse siempre igual a lo largo de los siglos. Ya que esto no es así, es por
ello que Stanislavsky proponía la improvisación, y a través de ella, permitía
al actor poner en el mismo pie de igualdad su realidad física y la del
personaje, ayudaba a su vida anímica para ponerse en sintonía con las emociones
que deberían corresponderle a su rol.
Un ensayo de Constantin debió haber sido un
sin fin de interrupciones al estilo: “veamos, pues, qué objetivos físicos y
psicológicos elementales componen la escena.” Las sucesivas reiteraciones
componían lo que él llamaba un ‘esquema’, y por acción dinámica, este esquema
arribaba a la mente del actor cuando mejor respondía a todos los elementos
mencionados a la vez.
Ese esquema previamente adecuado y al que
se llega por aproximación, permite llegar a una finalidad concreta. No era tan
fácil de memorizar como el texto, y era menester para este ejercicio básico del
teatro realista, que la incorporación del texto, mediante el análisis en
escena, diera una y otra vez con las acciones y objetivos previamente marcados:
lo obtenido del proceso se verificaba cuando todo hallaba su lugar.
Podía ser que un día el actor no se hallara
satisfecho con su despliegue; entonces es cuando se recomendaba al actor un
‘reconocimiento sobre su estado físico’. Ese era para él el primer paso para
conocer el funcionamiento del espíritu; puesto que cuanto más el actor
intentaba desarrollar lo que entendía por un sentimiento particular que le era
necesario, su gesto se desencajaba, no parecía actuar lo que debía. Encontrar
una pequeña o gran verdad en el aspecto material sensible era suficiente para
provocar la fe. La sensación de verdad era para el director ruso era lo más
importante en todo proceso de creación.
Ya que el dominio del caprichoso aparato
interior del artista es más complejo que el de su cuerpo, el reconocimiento de
la realidad material consistía el primer paso hacia el sobresalto y la
explosión, no a la inversa.
¿Qué sucedía cuando el impulso creador no
era lo suficientemente poderoso? Allí Constantin hacía entrar en vigor el
aspecto racional, el instinto exploratorio del artista. Y era sintético: o bien
el actor podía recurrir a relatar el contenido de la obra, realizando una
síntesis de los hechos y circunstancias dadas por el autor; o bien desmembrar
la obra, viviseccionarla, planteando preguntas y contestándolas; leyendo el
texto aplicando acentuaciones determinadas por el consabido esquema.
Se cuenta que al momento de preparar su
versión de Otello, de Shakespeare, una vez llegado a un extremo en que
no sabía cómo continuar, puesto que todo le parecía mecánico y automático,
Constantin resolvió al inicio de un ensayo mandar a retirar los libretos a los
actores. Ese simple hecho impulsó a los asistentes a resolver y demostrar que
el sustrato del que hablaba constantemente su alma mater había sido
instalado pese a todas las inconveniencias que su plantel postulaba ante los
bloqueos. La solución fue mágica en muchos aspectos, y atravesarla resultó en
un punto de quiebre de su método.
Stanislavsky, para el que nada era posible
en la escala de lo humano, escribió: “La vida del cuerpo es un terreno
fértil para cualquier germen de nuestra interioridad.” Y volvía una y otra
vez al aspecto más material de la representación.
Oscar Asent
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